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Daniel Melingo: el hombre que escuchaba el mundo en Re menor (Entrevista de Rolling Stone)
Daniel Melingo, un veterano con honores del rock en los 80, dejó casi todo para renovar el tango y ahora se reinventa en la electrónica, el cine y hasta prepara una ópera Fuente: RollingStone Crédito: Ignacio Arnedo
3 de mayo de 2020 • 23:58
Para Diógenes de Sinope el hombre con menos necesidades y posesiones es el más libre y dichoso. El «Sócrates delirante», según Platón, despreciaba lo material, vivía en una tinaja y salía con un farol encendido en busca de «hombres honestos», que nunca encontraba. Daniel Melingo se inspiró en el filósofo griego de la escuela cínica para trabajar con la figura del linyera, eje de toda su obra reciente. Al vagabundo clásico rioplatense le dedicó los tres últimos discos, «la trilogía del linyera»: Linyera (2014), Anda (2016) y Oasis (2020). El primero arranca nomás con una marchita de los crotos, versión del viejo tema de Antonio Tormo, el «cantor de las cosas nuestras». Un himno al ascetismo: «Linyera soy/ Corro el mundo y no sé adónde voy/ Linyera soy/ Lo que gano lo gasto, lo doy/ No sé llorar/ Ni en la vida deseo triunfar/ No tengo norte/ No tengo guía/ Para mí todo es igual».
Melingo no es un linyera, aunque lo parezca cuando deambula por el escenario con un traje demasiado grande y un sombrero chamuscado para contener la melena salvaje y canosa. Es un artista de 62 años que ha transitado bastante solo los últimos cuarenta por las vías extensas de la música popular argentina.
Solitario en su visión y en su convicción, aunque lo sigan de cerca colegas y conversos, como cada tanto le ocurría a Diógenes. Libre por esa decisión inteligente o ese instinto primal en busca de una idea honesta, que lo llevó tantas veces a levantar campamento y volver a empezar en otro lado; otro país, otra música, otro sombrero.
«La palabra viene de lingera, voz de un dialecto del sur de Italia, que significa hato o bolsa donde trasladar las livianas pertenencias de una persona que va de un lado a otro», dice Melingo. «Eso tiene que ver con Diógenes, que promulgaba la austeridad estricta y que creía que solo lo más necesario materialmente es suficiente. Todo debería entrar en la lingera.»
Esta tarde de abril Daniel Melingo no debería estar en Buenos Aires. Lo esperaban en su querido Jazz Cafe, de Londres, en el festival Get Closer en Budapest, en la Ópera de Lyon, en el Moods, de Zúrich, donde tocó Ástor Piazzolla. Pero, adivinaron, hace días que no sale de su casa en Villa Ortúzar, Buenos Aires, ocupado en reprogramar la gira de cuarenta días por Europa que tenía antes del Covid-19.
Procesa entre sentimientos encontrados la crisis sanitaria, el evento político y el experimento social. «Me parece una manera más de control, un abuso mundial. No creo que esto se les haya ido de las manos. A las altas esferas nada se les va de las manos. La verdadera pandemia es la de la paranoia», dice desde su hemisferio más cínico. Por teléfono, claro. Aunque no se le escapa otra cara del asunto: «Estamos tranquilos en casa. Esta veda nos hace mirar para adentro. Es un momento bisagra. Me lo tomo con mucha calma, a mi edad aprendés a valorar el ritmo cadencioso».
Así, pausado y con esa voz tan áspera y porteña, Melingo cuenta que el coronavirus lo encuentra en su momento de mayor actividad. «Todo esto nos vino bien para darnos un poco de tiempo y acomodarnos», observa frente a una mesa de trabajo cubierta por carpetas, difícil de ordenar por los distintos lenguajes, soportes, colaboradores y materiales. Aunque se puede hacer el intento:
El disco: Oasis acaba de salir y, con ingredientes rockeros y electrónicos, marca un corte con la línea tanguera que Melingo venía refinando desde su segundo trabajo solista, Tangos bajos, de 1998.
La película: después de componer varios soundtracks y sobrellevar algunos papeles ( Una noche sin luna , de Germán Tejeira; Lulú , de Luis Ortega), coescribió y codirigió junto a Esteban Perroud su primera película, El teorema de Mosner , aún por estrenarse.
El libro: está en las últimas páginas, junto al periodista Rodolfo Palacios, de «una novelita, que es un poco la bitácora del proceso de Oasis » e incluye también textos de amigos, invitados del disco como Enrique Symns, Fernando Noy y Andrés Calamaro. «Igual que a tantos músicos amigos, me ofrecieron publicar una biografía. Pero no me interesó para nada; les ofrecí esto y agarraron viaje».
El documental: a Oasis lo acompañará una docuficción, El oráculo de Zakynthos , una propuesta fronteriza entre la realidad y la fantasía, escenas registradas en Grecia y participación de Ricardo Patán Ragendorfer, como un periodista detectivesco detrás de Melingo y sus secuaces.
La ópera: la apuesta más ambiciosa. Para el año próximo, prepara La ópera del linyera , con música en vivo, juegos de sombras y un staff que incluye a Pichón Baldinu. Los temas de Oasis son parte de la banda sonora.
Las producciones se entrecruzan y retroalimentan, aunque son independientes. «Si te soy sincero, nunca tuve tanto proyecto. Pensándolo un poco, tiene que ver con esta inquietud mía de ir para adelante. Si me pongo a mirar atrás, tengo mucho hecho, pero prefiero seguir para adelante», dice, como si de pronto acabara de notar el lío que tiene entre manos. Nada más ajeno al linyera que el estado de cuarentena, el confinamiento, la inmovilidad.
A lejandro Daniel Melingo nació en Parque Patricios el 22 de octubre de 1957. A los 12 años tuvo un bandoneón al que durante meses trató de sacarle sonido. «Cuando me cansé, lo llevé a una casa de canjes en Scalabrini Ortiz y Cabrera y pregunté ‘¿qué me pueden dar por esto?’. El tipo me señaló un clarinete de trece llaves».
Cuando grabó Tangos bajos , en 1998, Melingo no descubría el tango, lo retomaba. El género había ocupado un lugar central en su primera formación, junto a la música clásica, aunque la gente lo conociera por tocar con íconos de los ochenta como Los Abuelos de la Nada y Los Twist.
«Me acuerdo de dormirme en brazos de mi abuelo con la ‘Pavana para una infanta difunta’ de Ravel. Mi abuela era cantante lírica y varios de mis tíos, milongueros. Así que mi cuna fueron la música clásica y el tango. Pero aprendí a ser profesional con el rock y aprendí a hacer rock con Los Abuelos de la Nada. Nunca antes había tocado el clarinete en Mi mayor», contaba para esta entrevista en la vereda de un bar de la calle Estomba y Avenida de los Incas, dos semanas antes de que encuentros así pasaran a ser recuerdos de épocas mejores. Melingo, de camiseta y pantalón azules, boina con visera y ojotas tipo Adilettes -es decir, rotundamente distinto de su caracterización habitual en escena-, se disculpaba por una demora de diez minutos. Era la previa del otoño y de algo bastante más grave.
Esa tarde contaba que a los 15 años entró en el Conservatorio Nacional Carlos López Buchardo y, a los 19, en la carrera de Composición en la Universidad Católica Argentina. Primer día de clases, 24 de marzo de 1976, nada menos. «Años bravos para todos. Cuando terminó el Mundial 78, la situación era demasiado tensa, así que me mudé a Brasil. Y ahí me explotó la cabeza. Después de toda la teoría que había estudiado, en Brasil la música me entró por los pies, por la tierra».
Recaló en Río de Janeiro, Ouro Preto, Belo Horizonte, Salvador de Bahía, San Luis de Marañao, Manaos, y tocó rock, jazz y samba, incluso un par de shows con Milton Nascimento. «Viajaba solo con mi clarinete, era un asceta, prácticamente en taparrabos».
Un año después, de vuelta por Buenos Aires, no le costó demasiado reconectar. Formó un grupo «de cámara» con su amigo Miguel Zavaleta (Suéter): piano, clarinete y chelo. Poco después, Zavaleta le presentó a Cachorro López, que lo sumaría al Miguel Abuelo Trío y luego a Los Abuelos de la Nada. Allí sopló su fiel clarinete «hasta que Cachorro y el Vasco (Bazterrica) me dijeron ‘che, traete un saxo, que está de moda’. La primera vez que agarré un saxo fue en el estudio, directamente para grabar el solo de ‘Así es el calor'». La canción es la A2 de Vasos y besos (1983), exitosísimo segundo disco de los Abuelos. Ese mismo vinilo, hacia el final del lado B, incluía «Chalaman», un hit firmado y cantado por Melingo, cuando aún casi nadie en Argentina pronunciaba bien la palabra reggae.
Después vino el Ring Club, teatro musical con Vivi Tellas, donde Miguel Abuelo, Melingo, Cachorro y Calamaro (¡en batería!) tocaban new wave. Hicieron tres obras para las que Melingo escribió Cleopatra y Ritmo colocado, luego reciclados con la banda pop que armaría junto a Pipo Cipolatti: Los Twist. Por esos años, Melingo alcanzó incluso a grabar como invitado en Corpiños en la madrugada, la precuela a la discografía oficial de Sumo. Y asistiría a una clínica intensiva en grandes ligas como parte de la banda de Charly García (circa Piano Bar ). Sus huellas están esparcidas por toda la primera mitad de los ochenta en la historia del rock nacional.
Pero siempre le costó quedarse quieto, aunque eso implicara descuidar posiciones de privilegio que tempranamente le habían habilitado la esquiva prerrogativa de «vivir de la música». Su próximo movimiento derivó de cierto hobby compartido con Cipolatti. «Inventábamos grupos. Nos juntábamos una tarde y lo primero que salía era el nombre y el concepto. Recién después hacíamos uno o dos temas». Así nacieron la Ray Millan Band, Los Viejos Chotos, Los Parroquia, Agrupación Parisi y Escuela Basilio, todos fakes, o casi. Salvo el último ensamble, que eventualmente tomaría forma, sin Cipolatti y con el batero Pablo Guadalupe y la cantante Stephanie Ringes, una holandesa que había llegado a la Argentina en familia por el trabajo de su padre.
«Un experimento -dice Melingo-, de todas esas bandas, Escuela Basilio era la oscura. Mucho Joy Division, Bauhaus, que era lo que pasaba en ese momento. Tanto que Pelo Aprile, de Interdisc, me dice: ‘¡Esto lo tenemos que grabar!’. Le propuse hacerlo en vivo, aprovechando un concierto en el teatro Santa María. Pensá que en esa época grabar en directo era un quilombo, una tarea faraónica, había que estacionar un camión cargado de equipos en la puerta del show. Teníamos todo en sincro, delays, cajas de ritmo, todo. Pero, no sé cómo, ese día llegaron a las bocas de algunos unas cápsulas raras… Y a Pablo Guadalupe le pareció que los temas estaban lentos y empezó a acelerar. En el momento no nos dimos cuenta, pero quedó todo desfasado, imposible de usar. Pelo me decía: ¡Mirá la guita que me hiciste gastar!. Bueno, después de lo que había ganado esos años con todos nosotros… De esa noche quedó solo la anécdota y una filmación en Super 8. No sé quién la tendrá».
Pero Escuela Basilio resultó más que otra Polaroid de desborde ochentoso. Terminó siendo el embrión de Lions In Love, el grupo que Melingo, Guadalupe y Ringes activarían meses después al dejar Buenos Aires y radicarse en Madrid. Dejarían dos CD, Lions in Love (1992) y Psicofonías (1994). «Los Lions se convirtieron muy pronto en el grupo de moda en España. Mezclábamos a José Miguel Carmona, de Ketama, con el acid house; el dub con la guitarra flamenca. Era una novedad absoluta. Todos querían sonar como los Lions. Gracias a eso trabajé mucho como productor allá, primero con Fangoria, después con los Toreros Muertos, incluso remixé a Los Rodríguez. Tuve unos años de laburo intenso, de horas sin salir del estudio. Vivía como en un submarino».
Los Toreros Muertos, recordados en Argentina por el hilarante single «Mi agüita amarilla», fueron un grupo estelar en la segunda mitad de los ochenta en España. Con el argentino Guillermo Piccolini en teclados, Melingo no solo los produjo, tocó con ellos. «Era sesionista, eso también me permitía mantenerme cuando no había otros trabajos. Metía saxos, teclados, guitarras, algún clarinete, percusión. Era el kiosquito del decorado, justo atrás de Pablo Carbonell (Torero cantor), que es como un crooner que no canta, pero que dice todo. Cuando venía a Madrid, Skay Beilinson también tocaba con nosotros».
No muchos saben que Melingo cerró su exilio europeo con un año de servicio en el estudio del productor Phil Manzanera, en Londres. «Fue genial. Aprendí a engrasarme, a tirarme ahí abajo para enchufar todo; nada que ver con el ascetismo de los norteamericanos. La producción inglesa es la que más me gusta».
Pero llegó la hora de regresar. «Me fui a España con el afán de aprender. A los nueve, diez años, después del segundo disco de los Lions, había puesto toda la carne al asador y sentía que se me habían agotado los recursos. Me volví.
Estaba poniendo más de lo que absorbía».
Era 1994. Pelo Aprile no le guardaba rencor por la lección de Escuela Basilio y lo tentó para hacer su primer disco solista. «Me llamó Cachorro (López) a Madrid y me dije ‘bueno, es mi momento’. En el avión a Ezeiza pensé el disco completo: regrabaría clásicos del rock nacional, Manal, Almendra, Tanguito, con el sonido de lo que venía experimentando en Europa. Cuando les cuento la idea, Pelo y Cachorro me paran, ‘no, no, eso no, componé vos, hacé lo que quieras’. Pero no fue así. En esa época, las compañías te dirigían más, no como ahora. Fuimos a grabar a Nueva York y me pedían más temas como ‘Chalaman’. Por eso el disco tiene tanto reggae. Solo al final me soltaron, ‘bueno, ahora sí, hacé lo que quieras’. Ese fue ‘Dub 78’, el más raro».
H2O se publicó en 1995 y la tapa era una estampita de Melingo con dreadlocks. Lo presentó a lo grande: en vivo, teloneando a Simple Minds en el estadio Obras. Efectivamente, parecía su momento. Pero no lo era, al menos no en el sentido que había calculado: «Fue traumático para mí. Me sentí manipulado con ese disco, así que fui a la oficina de Pelo y le rompí el contrato. Cachorro me decía que estaba loco. Sí, quizás podría haber encarado una carrera comercial. Pero fue una ruptura personal, más interna que estética. Hice un clic que desembocó en que empezara a escribir tangos. Nadie podía entender por qué».
El resto es historia contemporánea. Melingo archivó H2O junto a Abuelos, Twist y Lions, y se hizo tanguero sin mirar atrás. Se reinventó totalmente y en dos décadas registró ocho discos de diversa, aunque siempre elevada, graduación milonguera en sangre. Volvió a Europa, ya no para nutrirse sino para, capitalizando una incipiente ola de interés por el tango, girar entre dos y tres veces al año con su excéntrica versión de una música de por sí exótica. Melingo circula hoy regularmente por grandes festivales y pequeños reductos de culto, desde Madrid hasta Helsinki, de París a Atenas. Más seguido de lo que se lo escucha en Buenos Aires, salvo excepciones como Universo Melingo, la semana consagratoria que el CCK le dedicó en octubre pasado con conciertos, proyecciones y charlas.
En eso andaba cuando tuvo esta iluminación digna de un griego. ¿Y si retomara la tracción rockera, la batería, la guitarra eléctrica y también la electrónica? ¿Por qué no?
«¿Quién me manda a meterme en esto ahora?», le pregunta Melingo a una pared donde cuelga un cartel de neón en forma de estrella y con la inscripción Big Star. Marzo recién empieza, el coronavirus todavía es un título de la sección de noticias internacionales y Melingo sigue creyendo que viajará a Europa en quince días. El cartel de neón está apagado y por el momento no le responde nada en el estudio de Villa del Parque. Es la casa de Juan Ravioli, multiinstrumentista, técnico y productor, bajista de la nueva banda de Melingo y, parece, fan de Chris Bell. Esta banda es «eso» en lo que Melingo lamenta haberse metido. Además de Ravioli, están Muhamad Habibbi en guitarra eléctrica y Gómez Casa en batería.
Melingo lo llama «power trío». El desafío en estos ensayos es reinterpretar el repertorio con este ensamble poderoso, no solo por la contundencia sónica sino por el poder que conjura semejante ecuación de talentos: tres músicos con altura de solistas, con firma propia, entre lo más interesante de la música argentina hoy.
El batero, conocido por su Proyecto Gómez Casa y por el Gordöloco Trío, es la última incorporación y suma un groove pesado y como suspendido siempre una fracción de tiempo atrás. Habibbi, egresado de la Pequeña Orquesta Reincidentes, Me Darás Mil Hijos y la Quimera del Tango, ya lleva diez años con «el Maestro», como violero, coproductor y director de sus ensambles. «Están el Melingo histórico y el cotidiano, si bien son la misma persona. Y a pesar de la familiaridad, de que hace tiempo que viajo y trabajo con él, siempre me vuelve a caer la ficha: ‘¡Estoy tocando con el de todos esos vinilos que tenía de adolescente en el mueblecito del Winco!’. Siempre lo admiré. Me sé de memoria todos los temas de Los Twist. De alguna manera, al trabajar juntos, él y sus discos cobraron vida», dice Habibbi.
Juan Ravioli entró en escena para Corazón y hueso . Ahora empuña el bajo, pero para Oasis grabó también sintetizadores analógicos. «Tiene esa asombrosa costumbre de moverse de lugar -dice-. Cuando podría estar cómodo, en una dirección esperable, da el timonazo. Como músico, siempre abogué por cierta originalidad, pero este tipo me pateó el tablero hacia lugares fuera de lo que podía imaginar».
La sesión termina con «Narigón», fábula de un adicto «duro como rulo de estatua», transportado a una dimensión desconocida sobre una base espacial de drum and bass, texturas y delay. Entre tanto eco, parece resonar una incógnita en el ambiente: ¿cómo recibirán esto en los festivales de músicas del mundo donde Melingo suele hacer su temporada europea? ¿Cómo lo digerirán sus fans más tangueros?
«¿Quién me mandó?», repite Melingo. «Yo tenía todo muy armado con el tango, tres giras por año a Europa… ¿Volver a la batería, ahora? Ya me había olvidado de tocar en sincro… ¡Si arranqué con el tango para cortar con todo eso!»
Pero, a pesar de las dudas, no hay improvisación ni accidentes. «No llegué acá de casualidad. Este cambio de paradigma sonoro y de instrumentación es algo a lo que hace rato le vengo dando vueltas -explica, más tranquilo-, buscando cómo encajarlo con naturalidad en mi trayectoria de los últimos veinte años. No es una reacción rebelde sino un deseo de ampliar el espectro. Es más costoso, pero también sería más aburrido remitirme a un solo código, por eso recurro a una variedad de sistemas. Pareciera que fui preparando el terreno para llegar a esto. Pero la búsqueda no termina, nunca estoy conforme. Sigo escarbando a ver adónde llego».
Metido en ese túnel como ladrón del siglo, Melingo se reencontró con la electrónica. «Volver a trabajar con la electrónica era una necesidad que me venía latiendo. Siempre me interesó, yo empecé en 1988 con el acid jazz en Lions In Love. Así que lo llamé a (el DJ) Carlos Alfonsín y le pregunté por dónde le parecía que debía ir». Alfonsín le sugirió mezclar con su colega DJ Oliverio Sofía, colaborador de Hernán Cattáneo. «Dimos justo en la tecla: con Oliverio terminamos de descular los sublows, esas frecuencias bajas que el disco pedía».
Hay algo desconcertante en el relato. ¿Melingo, el cantor de los bajos fondos que ha versionado a Goyeneche y rescatado a De la Púa, el gomía del poeta lunfardo Luis Alposta, le pide consejo a un pionero del house y cita a Cattáneo? Suena contradictorio, pero también suena a Melingo, sí. Y el reciente Oasis es la evidencia, con esos bandoneones y malevos flotando entre bajos sublow y destellos digitales.
«Esa es la búsqueda. Aunar todo lo que sé, sin que resulte sobrecargado. A Alposta lo conozco hace treinta años; Alfonsín, hace cuarenta. Son amigos con los que recorrimos un camino y funcionamos en la química necesaria para el coleguismo (sic), la amistad y, sobre todo, la diversión. Lo que buscamos es asombrarnos de nosotros mismos; porque nunca sabemos adónde llegaremos ni tenemos claro qué podemos hacer».
«A mí no me llamó tanto la atención porque conocí antes que nada al Melingo electrónico -dice Oliverio Sofía-. Fui uno de los que vieron en vivo a Escuela Basilio, esa banda en la que Pablo Guadalupe tocaba una caja de ritmos con los dedos. Hoy eso lo ves en cualquier lado, pero… ¡¿en 1986?! Lo que sí me sorprendió fue que me convocara para mezclar un tema y termináramos haciendo el disco entero. Me llegaron decenas de canales de instrumentos e ideas que no estaban del todo armadas. Era como encontrarles la forma a mil piezas de Lego, con las que podía hacer cientos de edificios diferentes, pero debía parecer que se usaron solo diez».
De nuevo, ¿existirá un público dispuesto y abierto, con debilidad tanto por la poesía lunfarda como por el tecno, pero que a la vez pasa un poco del llamado tango electrónico? «El que lo entiende, lo entiende -evalúa Melingo-. Es difícil trabajar pensando en el otro. El otro es el receptor. Es muy importante la convicción personal para que la flecha llegue al corazón. Tengo que estar convencido para tirarme a la pileta en un salto mortal. No puedo estar pensando en uno u otro porque, además, todo esto es demasiado amplio. Aunque muchos lo piensen, no soy un tanguero tradicional. Quiero dejarlo claro en mi trabajo».
***
F ue una noche de 1984. Melingo tenía 27 años. Se despertó «agobiado», según recuerda hoy. Había soñado una melodía. «Tarataratarata. No me la podía sacar de la cabeza. Fue una epifanía. Con esa melodía hice después ‘La cueva de Alí'», dice el soñador, que, quizás en un estado hipnopómpico, garabateó entonces ese raro (¿cuál no lo era, en el fondo?) tema de Los Twist. El protagonista entraba en lo de Alí, cómo olvidarlo, y primero era mordido por un murciélago, al que después mordía él, con lo desaconsejable que hoy pueda ser eso. Pero lo importante acá es el motivo musical, que retomaba la senda medio oriental de «Cleopatra», recordado título Twist, cantado por Fabiana Cantilo.
En la precuarentena, en el bar de Estomba y Los Incas, Melingo dice haber tardado tres décadas en entender el significado de aquel sueño y por qué lo atraían tanto esas escalas «arabescas». «Descubrí que tengo raíces griegas. Al fin pude armar mi árbol genealógico», anuncia justo en el momento en que, a menos de diez metros, un SUV sale marcha atrás de un garaje y embiste a un coche que viene por Estomba. Melingo gira la cabeza hacia el choque, pero retoma la anécdota sin inmutarse: «Siempre me había tirado la música griega y no sabía por qué. Con las giras, empecé a viajar a Grecia y encontré que tengo parientes en la isla de Zakynthos, en el Jónico, digamos frente a la bota de Italia.
También empecé a interiorizarme en el rebético y a comprar instrumentos como bouzukis y baglamas. Antes ya los usaba, pero sin sospechar nada de esto. ¿Sabés que los instrumentos rebéticos tienen su eje tonal en Re? Casi todo Oasis está en Re menor. En el cifrado americano, Re menor se escribe Dm, ¡mis iniciales!»
Detrás de Melingo, intercambian datos del seguro y sacan fotos de los daños. Él le pide al mozo un jarrito y un agua con gas. Sigue: «Hace 20 años que vivo acá, en el barrio; siempre me dijeron Turco. Pero mi negritud viene por el lado materno, mi abuelo paterno nació en Trieste y mi bisabuelo, Leónidas, era griego. Ahí dije ¡claro!, por eso soñaba esas melodías. Ahora, cuanto antes, me quiero hacer el test de ADN. Estoy convencido de que los gustos vienen de ahí, son genéticos, aunque uno no tiene ni idea».
El rebético, que tanto atrajo a Melingo, no es solo folclore griego. Es un género greco otomano, mestizo, relativamente joven, con su esplendor a principios del siglo XX. Un lenguaje armónico, rítmico y poético de origen portuario, curtido en tugurios y prostíbulos por marineros, poetas barriobajeros y músicos de fajina. Cualquier semejanza con el tango (o el blues, o el fado) es pura coherencia. «La clave está en los puertos», desliza Melingo revolviendo el jarrito, como quien te tira una fija que ya verás cómo manejás.
Las escalas rebéticas matizan los recodos de Oasis, un disco conceptual y narrativo, aunque no cuente el cuento completo, que recién se revelará con el estreno de La ópera del linyera. «Quedó mucho afuera. Este es el final de la trilogía, cuando el linyera va en busca de un sueño revelador y en el camino se va cruzando con una serie de personajes.»
El mozo interrumpe: no hay agua con gas. «¿Sifón?», pregunta Melingo. Menos.
«Pero entraron solo trece canciones de la ópera, quedaron más de veinte afuera. Es lo que pudimos sintetizar en 38 minutos de disco», se disculpa.
Oasis se apoya en un elenco de invitados que, además de animar los personajes de la saga linyera, funciona como álbum familiar del Universo Melingo:
Andrés Calamaro, como el Siete Vidas; su viejo compañero desde la época de los Abuelos y también en el exilio madrileño.
El periodista y escritor maldito Enrique Symns, como el Adivino. «El patrono de todos nosotros, sobre todo para el coguionista, Rodolfo Palacios, que es como su discípulo».
Vinicio Capossela, como el Cafiyo; cantante ítalo-germano y melinguista, amistad cosechada en los tours.
El poeta Fernando Noy, en dos papeles: el Malevo y la Chamana. Otro compañero de armas, invitado descollante en los últimos shows de Melingo, el año pasado, en el CCK.
Miguel Zavaleta: otro compadre, su primer aliado en el rock nacional. «Está en todos mis álbumes. Fue uno de mis maestros, deposito mucha confianza en él. Lo que hago le tiene que gustar a él, me lo tiene que avalar. Naturalmente, siempre desemboco en Zavaleta».
Félix Melingo y María Celeste Torre, el hijo y la pareja del anfitrión.
Hay canciones, pero sobre todo parlamentos, recitados. «Yo no soy un hombre. Soy un virus en tu mente y tú no puedes conmigo», le toca por ejemplo decir a Symns en el pasaje más estremecedor de un disco inquietante, más aún en los tiempos que corren demasiado lento, asediados por la pandemia.
«Desarrollamos los personajes a partir de amigos. Con Palacios construimos estos alter ego con elementos reales de cada participante, que ya de por sí son todos personajes», explica. «Spoileándote un poco, el linyera sale de Buenos Aires, sin saberlo es perseguido por la mafia y termina en los dominios de Hecate, que tiene encerrados a los otros personajes.»
La ópera, que desvela a Melingo como ningún otro proyecto, será un crossover del concierto a la puesta audiovisual, con banda en vivo y un trabajo de sombras junto a parte del equipo detrás de El hombre que perdió su sombra, suceso de la cartelera infantil los dos últimos inviernos en el Teatro Cervantes. «La fui a ver por recomendación de Axel Krygier, que hizo la música, y era justo lo que buscaba. Es increíble cómo se van atando los cabos, solo hay que estar atento para captar la red. Ahora estamos haciendo una especie de taller de guion con Oscar Edelstein, jornadas de cinco horas todas las semanas, y ayer tuvimos una conferencia de dos horas con Pichón Baldinu, que estaba en Las Vegas. No quiero quemar a los otros personajes, pero estarán Fito, Charly, Pablo Lescano. Un falso Olimpo de la música argentina. Será un despliegue importante».
H ace tiempo que sus performances no tienen que ver con aquel veinteañero que cantaba rígido frente al micrófono «a veces pienso que ya no me hacés efecto». Con el tango, curiosamente más que con el rock, se fue desplegando un performer expansivo y magnético.
«Lo performático fue una necesidad más que un capricho, aunque termina en una obsesión. Cuando empecé hace 18 años a trabajar en Europa, no tocaba para la comunidad argentina sino para el público local. El atractivo para ellos era el tango, aunque fuera un tango exótico y diferente. Y si bien fueron averiguando lo que yo decía, como buenos cultores de la música, me vi en la necesidad de acompañar el largo parlamente lunfardo con lo gestual. Por un lado, lo musical lo tenía muy bien cerrado, muy seguro; por otro, improvisaba como un sonámbulo perdido en el escenario. Muchas veces me preguntaron quién me hacía la coreografía, pero fue un viaje de autoconocimiento. Mi padre era un actor intuitivo, también. Fui raspando y encontrando adentro, descubriendo cosas que ni sabía».
Miró a Chaplin y a Buster Keaton, consciente de ser, en muchos países, un personaje mudo. «Fui encontrando gags, como sacarme un zapado y tirárselo a una vieja -sonríe atorrante, como solo es capaz un porteño-. Más de uno me vino a saludar al camarín con las dos medias que había revoleado a la platea en el concierto. La gente aprecia lo salvaje dentro de algo tan formal como el tango. Rompo esquemas prácticamente sagrados para nosotros. Afuera lo ven más claro que acá».
Varios cineastas también detectaron ese histrionismo. Primero, lo convocaban para componer bandas de sonido. «Mi sueño fue siempre hacer música de película. Tengo pasión por sonorizar la imagen», admite. Pero después le empezaron a pedir que actúe. Melingo encarna a un cantor que sale de la cárcel y vuelve al pueblo en el melincólico largo Una noche sin luna (el título de una hermosa canción suya), del uruguayo Germán Tejeira. De padre de la cantante en Gilda, por Lorena Muñoz. Y de Hueso, el camionero recolector de sebo, en Lulú , de Luis Ortega. Dos o tres más y en Wikipedia le agregan «y actor» después de «músico».
«Nunca hice un casting, tuve la suerte de que directores amigos me armaran papeles a medida. Siempre me sentí muy bien tratado, como corresponde. El cine es algo incipiente, pero ya le tomé el gusto».
También filmó el docuficción blanco y negro Su realidad , dirigido por Mariano Galperín. Un retrato con fachada documental y horas de rodaje durante los tours, pero de secuencias disparatadas y surrealistas entre las que no se distingue qué va en serio y qué no. «Estuvimos charlando un año, haciendo reuniones, a partir de las que Mariano armó el guion. Se inspiró en lo que le contaba. Un día, en chiste, les dije a mis músicos ‘en la furgoneta no se habla más de música, ¡porque el músico habla de música todo el tiempo!’. De eso sacó la idea de que en la película los muchachos estén constantemente conversando de acordes, inversiones y novenas».
Al final de las funciones donde estuvo presente, a Melingo le preguntaron mil veces si era así, como se lo ve en la pantalla. «Siempre respondo que el cine miente, que es una irrealidad».
La filmografía Dm está por cerrar un círculo. Acaba de terminar el montaje de El teorema de Mosner , su primer largo como director (en tándem con Esteban Perroud), aunque también se ocupa de la música y actúa. Fue filmada durante los tres últimos años, sobre todo en las calles de París, por las que Melingo es una aparición o una alucinación que persigue y le canta al oído a un bohemio artista plástico argentino radicado en Francia, precisamente como su amigo de corazón y hueso Ricardo Mosner. «Rebotamos dos veces en el Incaa, pero la terminamos gracias a una subvención francesa», dice Melingo de la película que estaba por estrenarse en el Bafici, ahora oficialmente cancelado. En el último corte, reconoce, fue definitoria la mirada de Luis Ortega, otro consultor recurrente en el Universo Dm.
El track cinco del lado B es el que le da título a Oasis . Ahí Melingo canta con su pareja, María Celeste Torre, y su hijo, Félix, sobre unos arpegios mínimos: «Oasis del desierto, palmera datilera, cómo voy a agradecerte esta primavera». Tendrá que ver con la historia del linyera, el Siete Vidas y todo eso, pero es imposible no escuchar en Oasis una plegaria familiar e íntima.
Celeste es un vector esencial en la obra de Melingo desde la trastienda hogareña. Coautora de grandes temas de Daniel como «Corazón y hueso» y «Anda», ahora está terminando su propio libro con veinte canciones.
«Convivimos hace más de veinte años -dirá Melingo, otra vez por teléfono desde Ortúzar-. Soy un gran admirador de su poesía. Es una intuitiva de la canción y me ha dado muchas pistas, que yo tomé y continué. A veces ella trae la letra y yo le pongo música; otras, es al revés; y, otras, hacemos las dos cosas juntos. Manejamos todas las variantes. Trabajamos a diario no solo en la música, también en la filosofía, la vida, el arte. Estar con Celeste es como pensar con dos cerebros, escuchar con cuatro orejas, mirar con cuatro ojos. La intensidad creativa nunca baja: estamos en permanente constatación de lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer en casa, en la familia. Ella es el parámetro».
Félix es el «Negrito» de esa inmensa canción litoraleña en el disco Corazón y hueso , de 2014. «Se la cantaba en la cuna y es el día de hoy que tiene 17 años y todavía se la toco, como en un ejercicio de relajación. Está grande, ¿no? Ya me pasó, juega al básquet. Grabó varios videos de Oasis . Hace de doble mío porque descubrimos que si fundimos nuestras caras parece que rejuvenezco», vuelve a reír.
«Negrito» aportó coros en los mencionados conciertos del CCK. «De chiquito aprendió piano y también flauta, con (Rubén) el Mono Izaurralde, pero dejó al entrar en la secundaria. Ahora parece que volvió al piano y está estudiando composición. También estudia cine y lo escucho que está armando cosas. No sé bien qué hace, se junta con uno, después con otro. Está en proceso. Pero nunca lo forcé a seguir un camino. Si encuentra la música, que sea dentro de él, porque si es por mandato familiar a la primera de cambio la odia».
P odríamos ponerle a la escena el filtro de una película de Aki Kaurismäki . En vez de los Leningrad Cowboys, encuadremos a Daniel Melingo, sentado frente al espejo de su camarín después de un concierto en una sala de Helsinki. Le avisan que un finlandés muy importante lo quiere conocer. «Por supuesto, que me espere, ya me cambio», pide. Minutos después entran al camarín un traductor y «un tipo mayor, entrado en años, gay -cuenta-, con un disco de oro bajo el brazo. ¡Quería saludarme porque en los ochenta se había hecho famoso con un cover de un tema mío!».
Era Pirkka-Pekka Petelius, comediante, guionista y actual diputado por el Partido Verde en el Parlamento finlandés. Durante años, Melingo no entendió por qué recibía regalías de Finlandia en sus liquidaciones de derechos de autor vía Sadaic: «Pensé que algún argentino vivía allá, tenía un programa de radio y usaba una canción de Los Twist como cortina». Sin que la noticia rebotara en la Argentina hasta ahora, Petelius había metido en 1985 un hit con «Tra la la», bizarra versión del bizarro tema de Los Twist «Acuarela homosexual», de temática gay y un humor… difícil de catalogar desde la corrección política de hoy.
«El tipo fue presidente de la comunidad gay finlandesa y grabó nuestro tema. No sé cómo habrá llegado a sus manos, pero lo más loco es que ‘Acuarela’ era más bien una parodia…» La información no es del todo precisa: Pirkka-Pekka, hoy con 67 años, efectivamente es toda una celebridad en Finlandia, en especial a partir de los personajes gay que interpretó en la tevé durante los ochenta y por su actividad política. Pero estuvo casado con dos mujeres y es padre de tres hijos. En una entrevista reciente declaró: «Me considero andrógino. El pensamiento neutral en cuanto al género es una tendencia común hoy y lo agradezco».
Hay mucho para revisar en la discografía de Los Twist con Melingo. «Eso que se entreveía hace treinta años se va agigantando. Toda su obra está unida y tiene una coherencia fenomenal. Hay que remontarse siempre a los discos viejos porque ahí hay claves de lo que está pasando ahora», asegura Habibbi, su guitarrista. Un ejemplo: si bien el Melingo tanguero arrancó en los segundos noventa, el primer tanguito lo grabó con Los Twist para el exuberante y subvalorado disco La máquina del tiempo , de 1985. Se llamaba «Esta es mi presentación» y, con todo lo delirante que habrá sonado a su hora, es claramente el tema más alineado con lo que vendría más tarde. Empieza con un «Pido permiso, señores, yo soy de la Nueva Ola…» sobre cuerdas y bandoneón en 2×4, pasa por unos compases de swing y remata en una guitarreada para la plaza Próspero Molina. No desentonaría entre discos como Ufa! o Maldito tango.
Del mismo modo, Melingo siente que temas de esta última cosecha, como «La canción del linyera» o «En un bosque de la China», «las podríamos haber grabado con Los Twist. Porque todo tiene un sentido. Uno se maneja intuitivamente, pero los cabos del destino se van atando. Con Hugo (así le dice a Cipolatti, aunque él mismo le puso Pipo) desarrollamos ese contenido entre líneas, más oscuro, de los primeros tres discos de Los Twist. Después, cuando me retiré, él continuó con lo de «El estudiante», que es otra cosa, algo más directo».
Melingo atesora su historial. Desde los Abuelos hasta el último sample de Oasis . Pero el pasado no lo seduce. Es un tanguero raro, sin tanta nostalgia. Desde que se despidieron en los ochenta, contadas veces se reunió en un escenario con Cipolatti, solo reflotó a Lions In Love por un par de fechas en 2010 y aceptó una invitación aislada de Andrés Calamaro para sumarse a Cachorro López y Gustavo Bazterrica en un homenaje a Miguel Abuelo (fallecido en 1988), tocando oldies de los Abuelos de la Nada en el Personal Fest de 2016, en GEBA.
«Aquel concierto de Andrés tuvo una energía pura. Pero lo hecho, hecho está, y hay que dar vuelta la página. Por algo las cosas se dieron en un momento y ya pasaron; hoy el sentimiento es diferente. Yo necesito hacer un proyecto nuevo para seguir viviendo. Me ancla demasiado mirar al pasado. No así cuando se trata de juntarse con amigos para una ocasión puntual. Pero hacerlo desde la especulación me parece un poco degradante», dice por teléfono, frente al escritorio lleno de pendientes. Atrás se los oye a Celeste y a Félix, que andan por algún otro cuarto del búnker creativo en Villa Ortúzar. Entonces, sin cinismo, Dm le dedica un último recuerdo a su admirado Abuelo. No el griego, el de la Nada. «Como le gustaba decir a Miguel: siempre adelante, como el elefante».
Por: Daniel Flores
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