Frases inconexas, una carta suicida y una Remington calibre 22: el final trágico y anunciado de Kurt Cobain
El líder de Nirvana se disparó en el mentón hace 29 años, a sus 27. Intoxicado por la heroína y el alcohol pasó sus últimos días entre los intentos de poner fin a su vida y el esfuerzo por recuperarse en una clínica de rehabilitación. Fue la voz de una generación angustiada y su muerte no sorprendió a nadie
Por Mercedes Funes (Infobae)
Era una Remington 11 calibre 20. Había comprado la escopeta y las municiones en una armería de Seattle por US$300 apenas cuatro días antes. El arma estaba a nombre de su amigo Dylan Carlson, que lo acompañó a Stan’s Gun Shop. Carlson diría después que Kurt Cobain le explicó que la necesitaba para ahuyentar a los fans que solían meterse en el jardín de su casa del 171 de Boulevard Lake Washington. También diría que le resultó raro, porque el líder de Nirvana estaba a punto de internarse en una clínica de rehabilitación; pero, en fin, no era la primera vez que Kurt le pedía un arma, y cedió.
Carlson había estado presente esa semana en la intervención –a medio camino entre junta médica y ruego desesperado– que le hicieron su mujer, Courtney Love; el bajista y el baterista de la banda, Kris Novoselic y David Grohl; y un ejecutivo de la discográfica.
El último mes había sido una catástrofe. Nirvana había arrancado el tramo europeo de la gira presentación de In Utero en febrero de 1994, era su tercer disco y el primero después del delirio de Nevermind (1991), que había hecho de la banda un ícono de su generación y de la época. Los shows habían sido difíciles. A principios de marzo, en Munich, un Cobain confundido y ausente terminó abandonando el escenario, casi sin voz. Nadie podía saber lo poco que faltaba para que se apagara del todo, tampoco que ese sería su último show. Cobain tenía laringitis y pensaron en dar de baja todo el tour, pero en vez de eso, optaron por un descanso en Roma antes de seguir con los conciertos que debían retomar en Italia el 11 de marzo. En el hotel Excelsior de la Ciudad Eterna lo esperaban Love y su hijita, Frances Bean. El poco más de año y medio de la beba marcaba el descenso final de la pareja.
Se habían conocido en medio de la vorágine previa a Nevermind y para entonces ambos tenían ya un largo historial de consumo de heroína. Eran los noventas –la primera vez que se vieron fue justo en enero de 1990, con la década apenas comenzada– y la estética trasheada se imponía en las tapas de revistas de música y de moda. Los medios no tardaron en coronarlos como sus reyes rotos y ojerosos. Las comparaciones, odiosas, estaban a la orden del día: ¿Eran la versión grunge de John y Yoko o los próximos Sid y Nancy? Mientras debatían los pormenores, nadie asumió su culpa por verlos destruirse en tiempo real.
Cuando Courtney quedó embarazada, decidieron casarse y seguir inyectándose heroína, como la misma cantante confirmaría veinte años después en el documental Kurt Cobain: Montage of Heck (2015). La especulación por esos días era que Courtney había seguido consumiendo durante todo su embarazo y que su beba había nacido adicta a la heroína como sus padres. Ella alimentó los rumores en una entrevista cruel con Vanity Fair de la época en la que posaba desnuda, desencajada y a punto de parir: “Usé las primeras tres semanas y después dejé. Sabía que ella iba a estar bien”, admitió entonces, aunque después se desdijo.
La boda había sido en las playas de Waikiki, en Hawai, el 24 de Febrero de 1992 y el novio llevaba un pijama a rayas. Hubo sólo ocho invitados, entre ellos el hoy Foo Fighters Dave Grohl y Novoselic. Frances nació el 18 de agosto, un año después del lanzamiento de Nevermind. No era el bebé de la tapa de Nevermind, pero se le parecía bastante: flotaba en el sueño intoxicado de sus padres, y aunque la rodeara el dinero, su sola llegada al mundo era la denuncia de una sociedad deshecha.
Cuatro años después, el mundo se conmovería con el bebé que gateaba entre la decadencia heroinómana de Trainspotting, pero apenas si le prestó atención a Frances, que pasó una breve temporada a cargo de los servicios sociales para volver rápidamente al aturdimiento de sus padres.
Frances no puede recordarlo, pero estaba ahí la mañana del 4 de marzo de 1994, cuando su madre encontró a Kurt agonizando en el Excelsior de Roma. Se había caído de la cama y le salía sangre de la nariz. Casi no respiraba y a su lado había un frasco de Rohypnol vacío que había mezclado con varias botellas de champagne. La noche anterior habían tenido otra de sus peleas violentas.
Tuvo que llamar al conserje que tampoco logró reanimarlo. Lo internaron de urgencia en el policlínico Umberto I, donde le lavaron el estómago y le salvaron la vida. No había sido una sobredosis accidental: las más de cincuenta pastillas que tomó estaban tan calculadas como la nota que dejó en la suite esa noche: “Prefiero morir antes que atravesar otro divorcio”.
No hablaba sólo de una eventual separación de Love, sino de su propio sufrimiento como hijo de padres divorciados. Una vez más y sin proponérselo, era la voz de una generación partida al medio.
Cobain pasó cinco días hospitalizado hasta que pudo volver a casa. La gira terminó por suspenderse. La gallina de los huevos de oro estaba destrozada. Ya en Seattle Courtney y sus más cercanos intentaron una intervención que lo rescatara, pero poco podían hacer contra la ideación recurrente y alienada de Cobain.
Fue después de un segundo intento infructuoso del músico, el 18 de marzo. Esa noche Love tuvo que llamar al 911. En los audios se la escucha gritar pidiendo ayuda: “Intento de suicidio, posible suicidio”, se corrige. Su marido estaba encerrado en su habitación y tenía un revólver en su poder. La policía confiscó –igual que en ocasiones anteriores– varias armas de fuego además de pastillas. Pero Cobain aseguró que no tenía intenciones de suicidarse; sólo buscaba un lugar para estar en paz tras una discusión con su mujer. Dos días después volvió a coquetear con la muerte, pasado de heroína, alcohol y ansiolíticos.
En el cónclave de Seattle, la situación fue violenta: Courtney lo amenazó con dejarlo, Novoselic con el fin de Nirvana. Pero finalmente lo convencieron de internarse en California. O al menos eso pensaron.
Courtney iba a hacer lo mismo. La cantante partió al día siguiente a Los Ángeles y se hospedó con Frances en el Península. La idea era evitar filtraciones a los medios, por lo que el hotel serviría como sede de su tratamiento ambulatorio. Kurt la siguió.
Durante dos días cumplió con su rehabilitación en el Exodus Recovery Center de Marina del Rey. Incluso recibió la visita de la niñera de Frances, que le llevó a su hija para que jugara un rato. Fue el último contacto con su familia y con la vida. La noche siguiente salió a fumar un cigarrillo al patio y, cuando estaba fuera del alcance de la vigilancia, trepó la pared que lo aislaba y saltó hacia la calle.
Tomó un taxi directo al aeropuerto y desde ahí voló a Seattle, la ciudad desde donde había revolucionado la música sólo cuatro años antes. Ni Courtney ni su manager ni sus compañeros pudieron ubicarlo en esos días. Más tarde los vecinos dirían que lo vieron merodear por las calles el 2 y el 3 de abril junto a un hombre y que caminaba ido y desaliñado, vestido con sobretodo en la primavera calurosa del nordeste americano.
Courtney contrató un detective y denunció su desaparición, aunque el agente grabó cada una de sus charlas con ella porque la consideraba sospechosa, igual que lo harían después muchos de sus fanáticos. Pero lo más probable es lo evidente: también ella fue internada por sobredosis en Los Ángeles esa semana, también ella era una víctima.
El 08 de abril de 1994, el electricista Gary Smith se presentó en la casa de Lake Washington para instalar las alarmas con las que Cobain pensaba resguardarse de los curiosos, pero como nadie atendió, comenzó a trabajar en el jardín. Fue entonces cuando lo sorprendió una figura humana (primero pensó que era un maniquí)a través del ventanal del invernadero. Cuando vio el hilo de sangre junto a la cabeza, llamó a la policía. Cobain llevaba tres días muerto. El 5 de abril de 1994 se había acostado con la Remington contra el pecho. Un disparo limpio de calibre 22 lo atravesó desde el mentón y le voló los sesos. Para entonces, Nevermind ya había vendido 30 millones de copias.
Gus Van Sant retrataría su tragedia en The Last Days (1998), y aunque la crítica dijo que era entendible que después de semejante bodrio Kurt se hubiera pegado un tiro, logró mostrar la angustia de esos últimos días, sentado por horas y murmurando frases inconexas –”La única razón que se mencionó, la verdad, no era para nosotros”–, presa de las voces que sólo él podía oír, un mártir sacrificado por y para su generación a la edad a la que mueren todos los mártires del rock. Nacido el 20 de febrero de 1967, tenía exactamente 27 años, menos de los que pasaron desde su suicidio.
“Esta nota debería ser fácil de entender –decía su carta suicida–. Todas las advertencias y las maldiciones del punk rock eran ciertas. No he sentido la excitación por escuchar, escribir y crear música desde hace años. Me siento culpable más allá de lo que pueden decir las palabras por eso”.
Después continuaba: “Tengo una mujer que es una diosa que transpira ambición y empatía, y una hija que me recuerda demasiado lo que fui, llena de amor y alegría, besando a cada persona que conoce porque cree que todos son buenos y nadie va a dañarla. Y eso me aterra hasta un punto en que no puedo funcionar. No puedo tolerar la idea de que Frances se convierta en alguien miserable y autodestructivo, en el rockero de la muerte en el que se convirtió su padre”.
El último párrafo tenía una frase de My My Hey Hey (Out of the blue) de Neil Young que luego se volvería un lema para miles de adolescentes angustiados: “Soy un bebé malhumorado y errático. Perdí la pasión. Recuerden que ‘Es preferible quemarse que desvanecerse de a poco’”.
El video oficial de Come as you are también empieza en una pileta, pero en vez de un dólar, como en la tapa de Nevermind, lo que flota es un revólver. Abajo del agua los sonidos se oyen distintos. Come as you are. Come as you were. As you want to be. “Vos elegís, no llegues tarde… te juro que no voy armado”, dice la letra. Afuera de la pileta, el disparo apenas si se escuchó.
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